La joven de Aughrim

-Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé?
No, respondió ella enseguida. Luego, dijo en un ataque de llanto:
-Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.
Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama y, tirando los brazos por sobre la baranda, escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa, relleno, la cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un espejo y sus relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de ella y le dijo:

-¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:

-¿Por qué, Gretta? -preguntó.

-Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.

-¿Y quién es esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.

-Una persona que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela -dijo ella.

La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.

-¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente.

-Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey. Cantaba esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.

Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su muchacho delicado.

-Tal como si lo estuviera viendo -dijo un momento después-. ¡Qué ojos tenía: grandes, negros! ¡Y qué expresión en ellos..., qué expresión!

-Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel.


The Dead - Dubliners
James Joyce

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo, 5
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave, 10
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que el cielo en un infierno cabe,
dar el alma y la vida a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Lope de Vega

Una perra inquieta



Recuerda lo que vimos, alma mía,
esa mañana de verano tan dulce:
a la vuelta de un sendero una carroña infame
en un lecho sembrado de guijarros,

con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
ardiente y sudando los venenos
abría de un modo negligente y cínico
su vientre lleno de exhalaciones.

El sol brillaba sobre esta podredumbre,
como para cocerla en su punto,
y devolver ciento por uno a la gran Naturaleza
todo lo que en su momento había unido;

y el cielo miraba el espléndido esqueleto
como flor que se abre.
Tan fuerte era el hedor que tú, en la hierba
creíste desmayarte.

Zumbaban las moscas sobre este vientre pútrido
del cual salían negros batallones
de larvas que manaban como un líquido espeso
por aquellos vivientes andrajos.

Todo aquello descendía y subía como una ola,
o se lanzaba chispeante
se hubiera dicho que el cuerpo, hinchado por un aliento vago,
vivía y se multiplicaba.

Y este mundo producía una música extraña
como el agua que corre y el viento
o el grano que un ahechador con movimiento rítmico
agita y voltea con su criba.

Las formas se borraban y no eran más que un sueño,
un esbozo tardo en aparecer
en la tela olvidada, y que el artista acaba
sólo de memoria.

Detrás de las rocas una perra inquieta
nos miraba con ojos enfadados,
espiando el momento de recuperar en el esqueleto
el trozo que había soltado.

Y, sin embargo, tú serás igual que esta basura,
que esta horrible infección,
¡estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza,
tú, mi ángel y mi pasión!

¡Sí! tal tú serás, oh reina de las gracias,
después de los últimos sacramentos,
cuando vayas, bajo la hierba y las fértiles florescencias,
a enmohecer entre las osamentas.

Entonces, oh belleza mía, di a los gusanos
que te comerán a besos,
¡que he guardado la forma y la esencia divina
De mis amores descompuestos!

Una carroña
Charles Baudelaire

¿Qué busca usted aquí, hijo mío?

Con la gracia y vivacidad en ella naturales cuando se hallaba lejos de las miradas de los hombres, la señora de Rénal salía por la puer¬ta del salón que daba al jardín, cuando vio junto a la puerta princi¬pal a un joven campesino, casi un niño todavía y extremadamente pálido, que acababa de llorar. Llevaba una camisa muy blanca y, bajo el brazo, una chaqueta muy limpia de ratina morada.
La tez de aquel joven campesino era tan blanca, sus ojos tan dulces, que la imaginación un tanto novelesca de la señora de Rénal pensó por un momento que pudiera ser una muchacha dis¬frazada que acudía a pedir algún favor al señor alcalde. Aquella pobre criatura, detenida ante la puerta principal, y que, por las trazas, no se atrevía ni a tocar la campanilla, le dio lástima. La señora de Rénal se acercó, olvidando por un momento la amar¬gura que sentía por la llegada del preceptor. Julien, vuelto hacia la puerta, no la vio avanzar. Se estremeció al oír una voz dulce que le preguntaba al oído:
-¿Qué busca usted aquí, hijo mío?


Stendhal
Rojo y Negro

Beber sin ti

Puede parecer que aún estoy débil
Pero no está mal beber sin ti
Sin ti

Juntos hemos visto medio mundo
Más de lo que puedo recordar, los dos
Los dos

Pesan la pereza y la costumbre
Pero todo va bastante bien
Sin ti


Dry Martini
Le Mans

El enorme ciervo

Julián se apoyó en un árbol. Contemplaba pasmado la enormidad de la matanza, sin saber cómo había podido hacerla. Al otro lado del valle, en la linde del bosque, divisó un ciervo, una cierva y su cervatillo. El ciervo, que era negro y de un tamaño monstruoso, tenía una cornamenta de dieciséis puntas y una barba blanca. La cierva, rubia como las hojas muertas, estaba paciendo la hierba, y el cervatillo, moteado, andaba agarrado a la ubre sin interrumpir a la madre en su marcha. Zumbó una vez más el venablo. Cayó primero el cervatillo, y la madre, mirando al cielo, bramó con voz profunda, desgarradora, humana. Julián, exasperado, la derribó de un flechazo en pleno pecho.

El enorme ciervo lo vio y dio un gran salto. Julián le disparó su última flecha. Se le clavó en la frente y se le quedó plantada en ella. El enorme ciervo no parecía sentirla; saltando por encima de los muertos, seguía avanzando, iba a embestirle, a destrozarle; y Julián retrocedía con indecible espanto. El prodigioso animal se detuvo; y con los ojos llameantes, solemne como un patriarca y como un justiciero, mientras, muy lejos, sonaba una campana, repitió tres veces:

-¡Maldito, maldito, maldito! ¡Un día, corazón feroz asesinarás a tu padre y a tu madre!



La leyenda de San Julian el hospitalario
Gustave Flaubert